Dejar el alcohol

Siempre me he considerado un “bebedor social”, lo que se traduce en que, cada vez que salía, por cualquier motivo, bebía. Y mucho, hasta la embriaguez.


No recuerdo cuando empecé, supongo que sobre los 16. El caso es que en septiembre del año pasado, decidí dejar de tomar alcohol. Cuidado; no juzgo a los que lo que beben. Cada cual es libre, faltaría más.


Dejar de beber es un acto de rebeldía, valiente. Significa sacrificar una costumbre socialmente aceptadísima y por tanto, asumir que se van a burlar de ti, te van a criticar, se van a extrañar y por supuesto, van a insistir para que vuelvas a beber. La presión social es lo más duro en el camino de la sobriedad.


Cuando bebía era más divertido, o esa es la impresión que tenía. Pero el día después no me gustaba; no me gustaba el malestar general, los flashes que me venían, la sensación de haber hecho el ridículo o de haber dicho cualquier estupidez. Cuando uno no bebe ve la vida tal y como es, sin filtros. Me gusta la sensación de tener la mente despejada en todo momento y ver las cosas tal cual suceden, sin más.


Encuentro cierto placer en la disciplina, en mantenerme fiel a una decisión tomada y pensada desde hace tiempo. Me gusta levantarme después de una fiesta fresco, ligero, sin dolor de cabeza ni nauseas, aprovechar el día, disfrutar la vida en todos sus matices. Me gusta saber que de esta forma cuido y mimo a mi mente y a mi cuerpo.


El precio a pagar es alto, insisto. Tu ambiente cercano no lo va a entender, sobre todo si beben, pero merece la pena cruzar ese umbral, despertar y empezar a vivir de nuevo con una perspectiva auténtica y real.

Logo de la banda Minor Threat, una de las más significativas del movimiento Straight edge